Nuestro capitán del Ejército Rebelde…Nuestro Ciro de Artemisa

Hoy y siempre recordamos al combatiente revolucionario, al miembro del Movimiento 26 de Julio, al asaltante al Cuartel Moncada, al expedicionario del yate Granma y miembro del Ejército Rebelde; pero también al muchacho del barrio de La Matilde, común y sencillo que se dispuso al sacrificio por la causa de los humildes liderada por Fidel.

Para invocarlo desde el sentir de su madre y desde el testimonio de una mujer que presenció el jucio a los moncadistas, proponemos esta entrevista realizada poco después del triunfo de la Revolución a doña Clara, madre de Ciro, por la periodista Marta Rojas.

Para Clara su hijo Ciro Redondo no había muerto

En la mano izquierda ella sostenía, para mostrármela, la hoja de carta amarillenta y ajada de uno de cuyos extremos alguien había arrancado un pedazo irregular; en la derecha apresaba, entre las yemas del pulgar y el índice, el pedacito de papel en forma de medialuna.

Me relataba el incidente acercando una y otra vez a la hoja de carta la diminuta medialuna de papel como si fuera la última pieza a colocar en un difícil rompecabezas.

Se balanceaba nerviosamente en el sillón de caoba con respalde y asiento de pajilla, colocado al lado de la puerta abierta de la sala de su casa, en Artemisa, por donde cotidianamente entraba y salía Ciro. Yo la veía acariciar el papelito irregular que La Desconocida de Santiago de Cuba había conservado durante seis años:

«Hasta aquel día, Marta, en que tocó a esta puerta y cuando la abrí me dijo: usted tiene una carta a la cual le falta una esquina porque yo se la corté con mis manos para que me sirviera de identificación. Yo soy La Desconocida de Santiago de Cuba que escribió a esta dirección diciéndole a usted que su hijo vivía».

Dejó de pie a La Desconocida, olvidándose de las normas más elementales de urbanidad que celosamente practicaba. Fue al escondrijo, halló la cajita de donde muchas noches y días durante seis años sacó aquel papel para releerlo. Lo palpó, prefería el tacto a la visión para cerciorarse si le faltaba la esquina, confirmándolo. Regresó a la sala con paso corto y rápido, lloró al abrazarse a aquella mujer alta y delgada que venía del otro extremo de la Isla y de quien Ciro le contó a su salida del presidio de Isla de Pinos que en los momentos en que lo había conocido a él en El Caney, en circunstancia insólita, ella acababa de perder a un hijo, a quien hundieron la sien con un pelotazo durante un juego de béisbol juvenil.

La Desconocida de Santiago de Cuba le entregó el diminuto papel a Clara, rodeada ya por toda la familia. La pieza única que armaba el rompecabezas fue ensamblada. Encajaba exactamente.

Clara, la madre de Ciro había dado por muerto a su hijo en el asalto al cuartel Moncada el 26 de julio de 1953, pero llegó por correo aquella extraña misiva. ¿Por qué dudar entonces de la versión que le dieron años después sobre la caída en combate de un oficial del Ejército Rebelde en la Sierra Maestra diciendo que era Ciro Redondo, su hijo?:

«Llegó un hombre aquí a mi casa, se sentó donde tu estás ahora y nos dijo a mi esposo Evaristo y a mí que, sin embargo, el muerto pudo ser Ciro Frías y no Ciro Redondo. Le enseñé un retrato de mi hijo y dijo que lo conocía, que había visto a Ciro en la Sierra con una boina negra en la cabeza y fumando en pipa, que le decían El Gallego y llevaba grados de capitán.»

Clara estaba aferrada a la idea de lo que pasó cuando el Moncada, buscó y encontró reafirmaciones; todas sus encuestas —ninguna las hacía a fondo— arrojaban como resultado, para ella, que su hijo Ciro vivía. Escuchó Radio Rebelde. La emisora del Movimiento 26 de Julio desde la Sierra Maestra trasmitía que al frente de la invasión de la provincia de Las Villas avanzaba con el Che la Columna 8 Ciro Redondo. «¡Ese es mí hijo, está vivo!» —me dije. Creyó escuchar que el locutor leía la Columna 8 de Ciro Redondo. La adición imaginaria de una preposición de pertenencia, que se justificaba por las interferencias de la planta clandestina y distante, le otorgaba la razón. Vivía y avanzaba con su Columna.

Como reflujo de una marea, ella se retrotrajo en el tiempo a 1953. La carta de La Desconocida de Santiago de Cuba era piadosamente ambigua pero revelaba una verdad; su hijo vivía. Por ese entonces ella creía en milagros, en socorros divinos, en promesas a cumplir y en pruebas de fe, y la supervivencia de Ciro corroboraba ese misterio. Ciro combatió en la posta tres del cuartel Moncada en el asalto comandado por Fidel a la fortaleza; había salido ileso, logrando retirarse cuando se ordenó el repliegue a las montañas; encontró refugio, no fue asesinado en aquellas horas —infernal entramado de represión, tortura y crimen— en que hubo ejecuciones frías, pero, en su caso se interpuso El Morito; se lo contaron, no conocía bien el episodio sobre ese soldado de Batista, pero era verídico; sumado a otras excepciones, ese caso quebraba la unidad monolítica de los cuerpos armados de la cual tanto alardeaba Fulgencio Batista.

A Ciro lo espió la muerte en la cueva y le hizo finta en el algarrobo el 30 de julio de aquel año de 1953 –hasta eso dijeron.

Así ocurrió y Clara pudo volver a besar la cabellera castaña de su hijo, lo vio sonreír como un muchacho y como cuando era niño, rizó con los dedos largos y cálidos, de su mano venosa, sus mechones de pelo crespo.

Aquella era la cabellera peinada a lo romano, con una insinuada raya a un lado, en la cual yo me fijé más de una vez en el juicio durante el pase de lista de la Causa 37 desde el 21 de septiembre, inicio del proceso, hasta la mañana cuando declaró Ciro Redondo a quien veía casi frente a mí desde los asientos de la prensa, uno de los cuales ocupé como periodista.

Las vistas del juicio comenzaban con el pase de lista.

Círo era de mediana estatura, pero cuando el alguacil de la Sala llamaba a comparecer al acusado Marcos Martí: «Marcos Martí, Marcos Martí… Marcos Martí Rodríguez…», sin que ninguna persona alzara su mano en aquel recinto para dar la asistencia del acusado, Ciro Redondo García erguía el torso y el cuello incorporándose instintivamente en el onceno banco de la Sala del Pleno. No estaba autorizado a hablar. El presidente del tribunal, al observarlo, daba un golpe seco en el timbre con la palma abierta de su ancha mano, impidiéndoselo. El metálico lenguaje lo irritaba. Nunca he visto brillar con más intensidad e ira unos ojos negros.

Ciro, de veintidós años, pensaba en su amigo Marcos de diecinueve, ese joven tan bravo, «tan bragao» como decía el español que habían conocido juntos cuando comenzó la persecución. Un periódico había publicado: «Marcos Martí, fugitivo», y él tenía la verdad y debía callarse hasta que le llegara el turno para declarar. En ese momento dijo: «Marcos Martí no puede responder al pase de lista porque está muerto lo asesinaron delante de mí». Él, Ciro, sí lo sabía bien.

Ciro Redondo relató a sus padres parte de aquella odisea y la intuitiva y espontánea acción inmediata del pueblo a favor de los revolucionarios.

La diminuta medialuna de papel y la carta ajada las veía yo humedecerse con el sudor de las manos de Clara mientras me hacía el relato de su esperanza. Llegó el luminoso cataclismo del Primero de Enero de 1959. Cuba; celebraba en todo el país la victoria del Ejército Rebelde. Clara volvió a oír en la radio una referencia a la Columna 8, pero esa vez no había estática en la planta trasmisora; se escuchaba muy claramente la voz del locutor y comenzó a dudar.

Trasmitían la celebración de un acto en La Cabaña, en La Habana, donde se mencionaba a los invasores de Las Villas, pero no nombraron a Ciro entre los presentes. Al mando de esa fortaleza militar Fidel había designado al Comandante Ernesto Guevara y ella misma llamó al legendario guerrillero. Oyó una voz pausada. El Che respondió al teléfono, personalmente, al identificársele como la madre de Ciro.

«Le pregunté al Che por qué no habían nombrado a mi hijo como presente y por qué Ciro no me había llamado todavía. El Comandante Guevara me pidió que pusiera a mi esposo al teléfono, pero Evaristo no se atrevió y habló entonces mi sobrino; me dijo que el Che se había sorprendido de que la madre de un héroe no supiera la verdad, porque el Ejército Rebelde tenía por costumbre comunicar la caída de un compañero enseguida; jamás había ocultado sus bajas».

Realmente la noticia de la muerte del capitán Ciro Redondo García, ascendido póstumamente a comandante, llegó a Artemisa el 10 de diciembre de 1957, once días después de ocurrida.

Sobre su caída, el Comandante Ernesto Guevara escribió o Fidel:

«Supongo que te habrás enterado por radio de la triste noticia. Ciro murió de un balazo en la cabeza peleando al frente de la gente, en una actitud realmente heroica. Ciro había conseguido que su tropa lo admirara y lo quisiera. Fue un buen compañero y, un hombre a todo, uno de tus inconmovibles puntales en cuanto a obsesión de lucha.»

El sobrino de Clara fue explícito en su conversación telefónica con el Che. Le contó al Comandante Guevara sobre la confusión que tenían casi todos, en particular Clara, en cuanto a la muerte de uno u otro Ciro; su tía Clara se asía a la idea más grata, desechando como posibilidad la caída de su hijo en el combate de Marverde, en la Sierra Maestra, el 29 de noviembre.

Clara García no gustaba contarle esta historia ingrata a casi nadie, mientras la otra, la del papelito que completaba el rompecabezas sí, porque fue afortunada, pero esta era más larga y más compleja de lo que ella misma podía imaginarse. Volví a verla otro día, cerca del sillón donde habitualmente se sentaba tenía el retrato de Ciro. “Él vive”, aquí y en toda Cuba, me dijo.