Deportista de la vida

El reloj avanza y el marcador se mantiene ajustado hasta el último segundo. Yunier toma la pelota, se prepara para hacer el tiro que definirá el partido. El silencio se apodera de la cancha. Yunier sabe que su discapacidad no define quién es ni lo que puede lograr. Hace una pausa y, segundos después, recuerda cómo desde hace 20 años ya no es el mismo.

Justo en ese momento, evoca aquellos días en los que soñaba con el baloncesto y con ser el mejor deportista de Las Tunas, su provincia natal. Dicen sus amigos que era el mejor y que cuando se convirtió en atleta de alto rendimiento compitió con oponentes de Brasil, México y Venezuela e incluso ganó medallas.

Nunca presintió lo que le esperaba. En los partidos cada parte de su cuerpo se movía al ritmo de la pelota ni las ráfagas del viento eran tan rápidas. Los rivales apenas tenían oportunidad. Aunque no hizo falta tanto tiempo para que la realidad tocara a su puerta.

Cuentan por ahí que la vida no es color de rosa y eso der ser el Michael Jordan de Cuba con el paso del tiempo no le fue suficiente para sostenerse económicamente. Así, la faceta de deportista quedó en pausa.

Se colocó un sombrero sobre su cabeza. Maleta y esperanza en mano fueron en busca de un comienzo, uno que encontró en un viejo central azucarero de la provincia Mayabeque, pero ni su ego pudo imaginar que el lugar donde encontró otra oportunidad le pasaría factura.

Yunier reacciona y todo el estadio aplaude.  Las gotas de sudor le bañan el rostro, el entrenador grita, se enfurece. Vuelve a recordar.

Miércoles, 10 de octubre del 2004, una de la tarde. La locomotora del central está en marcha con Yunier dentro, este se resbala y cae. Cien toneladas de acero pasan sobre la pierna izquierda. La sangre mancha el suelo y su cuerpo, ajeno por unos segundos, no siente dolor.

Minutos después, asegura que hubiese preferido que su historia terminara ese día. El miedo se apoderó de cada pensamiento y la luz al final del túnel, de la que siempre hablan, se esfumaba lentamente.

Dicen sus amigos que el tiempo fue el mejor antídoto para afrontar la realidad y que lo hizo con el espíritu de unos pocos valientes. La etapa de mirarse en el espejo y sentir decepción fue efímera.

Cambió sus zapatos por muletas. Después de luchar con la incertidumbre decidió darle un rumbo a su vida. Ya no le importan   las miradas críticas, esas que juzgan su aspecto.

Está cansado, el sudor le recorre el cuerpo. La tierra se aferra a su ropa. Pierde el equilibrio por un instante, pero sigue. Carga un saco de viandas, uno tras otro.  El sol se empeña en escoltarlo, la pierna derecha soporta todo el peso. Sus labios imploran una gota de agua.  

En el bolsillo de un sucio pantalón de trabajo, unas pastillas para aliviar el dolor en los huesos le hacen compañía. Termina primero que sus compañeros y pregunta qué queda por hacer, pues trabajar en el campo fue la solución para subsistir.

Dice Yunier que su discapacidad nunca le impidió llevar el alimento a la casa. Hubo días en los que el dolor y la fatiga le abrumaron, pero en esos momentos de debilidad encontró la fuerza para seguir.

También pinta casas, realiza guardias por la noche, chapea patios y hace “lo que aparezca”. Ya no compite profesionalmente, pero de vez en cuando sueña con el deportista que lleva adentro.

Regresa a la cancha, el balón entra al aro y, en un instante, pasa limpiamente en la red. Una sonrisa ilumina su rostro cansado, pero satisfecho y duerme hasta que el reloj marca un nuevo día y entonces, se acaba el partido.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.