Historias de guagua: “El señor de la gorra negra con gallo pintado”

Un silencio abismal, acompañado de asombrosas miradas, fue lo que obtuve como respuesta, por lo que me veo obligada a repetir la famosa pregunta dos, tres, cuatro, ¿cinco veces?, hasta que una buena anciana me dice: “Mire joven, yo le di el último a un señor con una gorra negra con un dibujo de un gallo, pero ahora no lo veo, guíese por mí”.

 

Un poco más calmada agradezco a la anciana, me pongo los audífonos y  me siento a esperar. La lista de reproducción avanzaba y la guagua no llegaba, de repente una algarabía llama mi atención: “Ya llegó”, “No, esa es San Cristóbal”; la supuesta paz regresa.

 

Así comenzó la segunda parte de la historia, esa en la que se distribuyen los distintos roles: los que van primeros, los que organizan la cola, los que se cuelan, los que llegan justo a tiempo, los que hacen todo lo posible por eternizar el momento, los que gritan y los que como yo tratan de enajenarse. Subo después de la buena anciana, pues el famoso señor con gorra negra y gallo pintado no se divisaba por todo aquello. Una vez más me toca ir de pie, pero no me incomoda.

 

El ómnibus hace su última parada en Artemisa, de pronto me percaté de su presencia. Ahí estaba él, sentado, el señor de gorra negra con gallo pintado. Había asumido el rol de los que se cuelan, pero hubo algo que llamó mucho más mi atención.  ¡Qué digo llamar mi atención!, aquello partió mi retina. Junto al pintoresco gallo que adornaba la gorra negra del señor, había una frase que decía: “Los gallos me dan dinero. Las mujeres me lo quitan”.

 

Entonces comprenderán, que como feminista que además aboga por la protección a los animales, me sentí con la responsabilidad de escribir sobre este suceso.  Pues es la forma que tengo de hacer saber que estoy en contra de todo acto, publicidad, medio, producto, símbolo que promueva la violencia animal y que además la utilice como pretexto para presentar a la mujer como objeto económicamente dependiente del hombre.

 

Pero lo más triste es que el señor lucía su gorra con orgullo, y los pasajeros, hombres y mujeres, se reían y hacían chistes sexistas al respecto.

 

Finalmente, el viaje se me hizo corto, ya estaba en Alquízar y feliz porque no tendría que presenciar más aquella situación; pero al mismo tiempo inconforme con los estereotipos de esta sociedad. Ahora ya sé, la próxima vez que vea al señor de la gorra negra, tendré un pullover que diga: “Soy mujer, y me gano la vida diciendo que estoy en contra de las peleas de gallo”.