La libertad ya está conquistada, fueron los muchachos del 26

La victoria en esta tierra tiene más sentidos que el breve ganar. Aquí la juventud devino eternidad en el legado de los muchachos protagonistas de un 26 de julio para la historia. El valor de los niños de La Matilde, el tino de su elección al iniciar una lucha definitiva, los principios más puros en pos de la justicia con la vida como precio.

¿Qué hacíamos la mayoría durante el goce pueril de los veinte años? Probablemente, darnos al disfrute de una edad cargada de energías y predisposición hacia los placeres personales, muchas veces arropados al calor del seno familiar.

Pero los moncadistas soñaron distinto, pensaron y sintieron diferente. Algunos abrazaron a sus madres, quién sabe con qué sensasión en las entrañas al momento de la partida; otros no se despidieron, casi todos mintieron a sus seres queridos respecto al camino que emprendían como contraescena del dolor y la lógica de las preocupaciones.

A la luz real y simbólica de un ideario tan genuino como el del Apóstol Nacional se juntaron los jóvenes del centenario para buscar el bien de la colectividad por mediación del sacrificio del bienestar propio. Desde aquí se unieron hombres, ajenos ante toda ambición, a la causa país.

Treinta fueron los de Artemisa al acto más sublime de rebeldía, al asalto de la historia con nombre de cuarteles. En ellos el futuro de todos los cubanos, el presente nuestro, el porvenir de los hijos y nietos de la Patria.

Seis células clandestinas habían agrupado a los muchachos de la Villa Roja, sin alardes, ademanes, ni impostaciones del heroísmo. Sin vulgaridades o arrogancias, sin llamar a la violencia masiva partieron los herederos de Martí, quien escribiera a Manuel Mercado y advertía para la posteridad: “en silencio ha tenido que ser y como indirectmente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas…”

Tan humildes como Julito Díaz o con mucho que perder como Ciro Redondo, los nuestros salieron juntos por una Cuba con dignidad, no con fundamento en anhelos individuales, sino sobre el respeto a los derechos de los otros.

Partieron a La Habana y a Santiago luego. ¿Quién puede creer que no vencieron los moncadistas? Ganaron y vivieron todos, el efecto de tanta voluntad marcó la victoria de enero, quedó en los versos de Naborí y el rojo que los invoca en la bandera, en las crónicas de Marta, en el testimonio de madres como Clara que creyó a Ciro vivo al frente de la columna 8 mientras escuchaba Radio Rebelde y acariciaba una carta incompleta; quedó en la modestia de Ricardo Santana para confesarse a Fidel 30 años después del asalto, para presentarse como el muchacho de Artemisa que lo rescató en el último carro, de la desolacón en medio de las balas.

La disposición a morir por Cuba o vencer por ella como lo hicieron los hombres y mujeres del 26 de julio, como lo pagó con sus ojos Abel y lo padeció Haydée, no admite comparaciones ni barata imitación. Por los muchachos de Artemisa y los de otras tierras sobre esta isla, solo merece indignación la hipocresía de quienes se postulan hoy con alardes y gritos como luchadores en armas por un país a semejanza de sus antojos, pagados con dinero, a propuesta de sangre inocente y cínicamente, en nombre de la libertad.